miércoles, 27 de noviembre de 2013

Comentario de texto a UN JUGUETE ROTO




            Me conmovió la muerte del ciclista Marco Pantani, tan clandestina y discreta, tan apartada del estrépito que había alborotado sus días de gloria y su posterior caída en los abismos de la infamia. Los forenses que le realizaron la autopsia han descartado la hipótesis del suicidio; las investigaciones policiales han confirmado que, en las vísperas de su fallecimiento, Pantani ni siquiera había salido del hotel en el que se hospedaba para aprovisionarse de ansiolíticos y antidepresivos. Según todos los indicios, Pantani no se había refugiado en aquel hotel para quitarse la vida, sino más bien para dejarse morir lánguidamente, abandonado de todos, absorto en su propia soledad. Los recepcionistas y botones del hotel lo habían visto vagar por el vestíbulo, con ese aire de ausencia y abstracto desasosiego que poseen quienes aguardan una cita sin hora ni fecha concretas, quienes esperan a Godot sin saber siquiera si Godot existe.
            El cadáver de Pantani, menudo y cenceño, fue hallado sobre la cama; una sábana que le servía de mortaja velaba su desnudez. No había síntomas paroxísticos en su semblante; al parecer, Pantani aceptó su extinción sin resistencias ni aspavientos, con cierta placidez incluso, como seguramente habría aceptado cientos de veces el masaje de sus preparadores físicos tras una jornada extenuante por las carreteras de los Alpes o los Apeninos. La muerte como liberación o descanso, la muerte como bálsamo que restituye la paz.
            Eligió un hotel para morir. Quizá esta circunstancia sea la que más me ha sobrecogido. Con frecuencia, cuando viajo promocionando mis libros o pronunciando conferencias, me ha asaltado un pensamiento que alarga mis insomnios y los estira hasta el alba. Me horroriza la posibilidad de morir en un hotel, en ese anonimato aséptico que propicia el mobiliario siempre idéntico, la luz halógena que convierte el cuarto de baño en un improvisado quirófano, las toallas y las sábanas impolutas en las que resulta imposible olfatear un atisbo de vida. No se trata meramente de miedo a la soledad, sino de un sentimiento más inabarcable, una especie de angustia metafísica que brota al sentirme, de repente, como un objeto repetido más, como un ser despojado de identidad.
            ¿Qué secreta desesperación puede conducir a un hombre a elegir un hotel como escenario de su agonía? Seguramente la conciencia de haberse convertido en un juguete roto al que fabricantes sin escrúpulos han arrojado a la trituradora de los residuos.
Juan Manuel de PRADA

                                                                                                                XLSemanal, 853, del 29 de febrero al 6 de marzo de 2004
TEMA:
 El conmovedor final de Pantani, abandonado por todos/ Las circunstancias conmovedoras de la muerte de Pantani en un hotel, abandonado deportiva y socialmente.

RESUMEN:

                Fue conmovedora la muerte de Pantani, admirado  ayer y cuestionado hoy, quien se dejó morir de pena en la soledad de su habitación. En su cama no había señales de convulsiones. Todo lo contrario: la muerte parecía haberle otorgado el ansiado descanso. Debe ser terrible morirse en la habitación impersonal de un hotel. A él le llevó allí el sentirse marginado y abandonado por su entorno deportivo.