Me
conmovió la muerte del ciclista Marco Pantani, tan clandestina y discreta, tan apartada
del estrépito que había alborotado sus días de gloria y su posterior caída en
los abismos de la infamia. Los forenses que le realizaron la autopsia han
descartado la hipótesis del suicidio; las investigaciones policiales han
confirmado que, en las vísperas de su fallecimiento, Pantani ni siquiera había
salido del hotel en el que se
hospedaba para aprovisionarse de ansiolíticos y antidepresivos. Según todos los
indicios, Pantani no se había refugiado en aquel hotel para quitarse la vida,
sino más bien para dejarse morir lánguidamente, abandonado de todos, absorto en
su propia soledad. Los recepcionistas y botones del hotel lo habían visto vagar
por el vestíbulo, con ese aire de ausencia y abstracto desasosiego que poseen
quienes aguardan una cita sin hora ni fecha concretas, quienes esperan a Godot
sin saber siquiera si Godot existe.
El
cadáver de Pantani, menudo y cenceño, fue hallado sobre la cama; una sábana que
le servía de mortaja velaba su desnudez. No había síntomas paroxísticos en su
semblante; al parecer, Pantani aceptó su extinción sin resistencias ni
aspavientos, con cierta placidez incluso, como seguramente habría aceptado
cientos de veces el masaje de sus preparadores físicos tras una jornada
extenuante por las carreteras de los Alpes o los Apeninos. La muerte como
liberación o descanso, la muerte como bálsamo que restituye la paz.
Eligió un hotel para morir. Quizá esta circunstancia
sea la que más me ha sobrecogido. Con frecuencia, cuando viajo promocionando
mis libros o pronunciando conferencias, me ha asaltado un pensamiento que
alarga mis insomnios y los estira hasta el alba. Me horroriza la posibilidad de
morir en un hotel, en ese anonimato
aséptico que propicia el mobiliario siempre idéntico, la luz halógena que
convierte el cuarto de baño en un improvisado quirófano, las toallas y las
sábanas impolutas en las que resulta imposible olfatear un atisbo de vida. No
se trata meramente de miedo a la soledad, sino de un sentimiento más
inabarcable, una especie de angustia metafísica que brota al sentirme, de
repente, como un objeto repetido más, como un ser despojado de identidad.
¿Qué secreta desesperación puede conducir a un hombre a elegir un hotel como escenario
de su agonía? Seguramente la conciencia de haberse convertido en un juguete
roto al que fabricantes sin escrúpulos han arrojado a la trituradora de los
residuos.
Juan Manuel de PRADA
XLSemanal, 853, del 29 de
febrero al 6 de marzo de 2004
TEMA:
El conmovedor final de Pantani, abandonado
por todos/ Las circunstancias conmovedoras de la muerte de Pantani en un hotel,
abandonado deportiva y socialmente.
RESUMEN:
Fue conmovedora la muerte de Pantani, admirado ayer y cuestionado hoy, quien se dejó morir de
pena en la soledad de su habitación. En su cama no había señales de
convulsiones. Todo lo contrario: la muerte parecía haberle otorgado el ansiado
descanso. Debe ser terrible morirse en la habitación impersonal de un hotel. A
él le llevó allí el sentirse marginado y abandonado por su entorno deportivo.